Barañaín
En Japón, Mariano Rajoy ha mostrado un loable interés en qué las empresas españoles que se dedican a las grandes infraestructuras se repongan del fiasco del sueño de Madrid-22, a base de conseguir algún pellizco de la tarta olímpica que se cocinará en ese país. Se nos recuerda estos días que las grandes empresas españolas de obra pública ya han logrado jugosos contratos en países petroleros del Golfo Pérsico, entre otros. Pero los medios que transmiten tan buenas noticias se cuidan muy mucho de ligar los éxitos de nuestros audaces super-empresarios, en ese mundo exterior exótico, con los costes laborales y otras condiciones que por allí afrontan.
Por eso, apenas se difundió entre nosotros una noticia de la pasada semana –aparecida en The Guardian -, sobre los últimos datos disponibles del régimen de esclavitud con el que se trabaja en la construcción de las infraestructuras para el Mundial de Fútbol de Catar, que se celebrará en 2022, esas infraestructuras faraónicas que tanto asombran al visitante occidental. El diario El País se hizo eco con una pequeña reseña del reportaje en cuestión que, con el título de “los esclavos del mundial”, daba cuenta de las docenas de trabajadores nepalíes que han muerto en las últimas semanas en Catar y de sus condiciones laborales paupérrimas, cercanas al esclavismo.
http://www.theguardian.com/world/2013/sep/25/revealed-qatars-world-cup-slaves
Los inmigrantes procedentes de Nepal, uno de los países más pobres del mundo, suponen la masa social de trabajadores más grande de Catar, uno de los más ricos. El ratio de víctimas nepalíes de la construcción catarí es ya de un trabajador muerto por día. Alguna estimación previa suponía que morían al año alrededor de 200 trabajadores nepalíes, así que la tragedia va a más. Eran todos jóvenes, fulminados en su mayoría por un ataque cardíaco, víctimas de la más apabullante «esclavitud moderna», tal y como define la Organización Internacional del Trabajo la situación de estos empleados que trabajan sin recibir salarios durante meses ni llevarse un bocado durante toda la jornada, al final de la cual duermen hacinados en habitáculos – dentro de campos de trabajo precarios-, que comparten con hasta una docena de personas, sin ventilación, en un país donde la temperatura puede llegar a superar los 50 grados centígrados y con tasas de humedad del 60% ( “cuesta mucho respirar”, suelen decir los sufridos afectados). De vez en cuando, claro está, uno de esos jóvenes durmientes no se levanta, lo encuentran muerto.
Eso ocurre en un país diminuto pero riquísimo en gas y petróleo, con una población que ronda los dos millones de almas, de las que sólo un 15% son nativos cataríes, los cuales disfrutan de la renta per cápita más alta del mundo. La mayoría –silenciosa e invisible para esos cataríes- del 85% de extranjeros que ocupan esa mínima península arenosa del Golfo trabaja en sector de la construcción. Un sector en el que se gastarán cerca de 100.000 millones de dólares en todo tipo de infraestructuras faraónicas relacionadas con el Mundial 2022: los nueve estadios (“ecológicos”) que se levantarán para la cita, un aeropuerto internacional cuyo coste rondará los 7.000 millones de dólares, cientos de kilómetros de carretera, un puerto marítimo de 5.500 millones de dólares, un puente que unirá Catar con Bahréin, una línea férrea de alta velocidad y miles de plazas hoteleras para los turistas.
No son nada anecdóticas ni inusuales sino, al contrario, muy representativas de la cruda realidad que esas cifras esconden las historias de seres humanos que trabajan allí (en proyectos de OHL, FCC, Sacyr o Iberdrola, pongamos por caso), como la que, con asombrosa naturalidad, contaba un electricista nepalí de 25 años que aguantó casi tres años en Catar: “El día que llegamos nos confiscaron el pasaporte. Estábamos obligados a trabajar más de 12 horas, bajo un sol abrasador, y había trabajadores que caían al suelo, desmayados”.
¿Les parece una minucia eso de la confiscación del pasaporte? En Catar ningún trabajador extranjero puede conseguir visado si no está patrocinado por un empleador con lo que los empresarios tienen un control casi absoluto sobre los trabajadores, puesto que son sólo ellos los que deciden si un trabajador puede cambiar de empleo, quedarse en Catar o incluso abandonar el país: es la empresa la que concede el visado de salida (también Arabia Saudí, donde operan grupos empresariales españoles como Spanish Gulf Project, exige un visado de salida para abandonar el país). La O.I.T. clasifica la confiscación del pasaporte como uno de los indicadores del trabajo forzado.
Otra práctica habitual de las empresas que operan en el emirato es obligar a los trabajadores inmigrantes a pagar las tarifas de contratación, algo ilegal incluso para las normas teóricas cataríes (son tarifas que pueden superar los 3.600 dólares, algo fuera del alcance de los empleados, que se ven obligados a endeudarse con intereses abusivos, que les atan aún más a sus negreros). Añádase a esto las falsas promesas por parte de contratistas y patrocinadores sobre la naturaleza y el tipo de trabajo, el incumplimiento de las obligaciones respecto de salarios y demás condiciones, la violación de los contratos firmados antes de que el trabajador abandone el país de origen, la carencia de medidas de seguridad laboral, etc. y se tendrá una imagen cabal del horror.
Por supuesto, la legislación de Catar no sólo no contempla un salario mínimo, sino que considera ilegal la constitución de sindicatos o la convocatoria de huelgas lo cual –al igual que su desprecio por los derechos humanos-, no es muy novedoso en su entorno. En lo que sí destaca Catar es en la promoción de su imagen por medio mundo (tirando de talonario, que es cómo conseguirían también su designación para el Mundial). Y en ese empeño, su gobierno ha afirmado en alguna ocasión, y sin pestañear, que “está comprometido con el mantenimiento de los estándares internacionales en materia laboral para hacer de Catar uno de los mejores lugares para trabajar y vivir”. Será que no incluye entre quienes han de vivir bien a los trabajadores inmigrantes que constituyen en realidad la gran mayoría de los seres humanos que ocupan ese trozo de desierto junto al mar o que considera normal la esclavitud (al fin y al cabo tiene una larga tradición en el mundo árabe).
El tema no es nuevo. De vez en cuando, entre la propaganda con que Catar (y su Al Jazeera) nos inunda, se cuela algún destello que arroja luz sobre las condiciones espectacularmente dramáticas en que se trabaja en esas infraestructuras, condiciones que hacen no descabellado calificar la sede del Mundial como “la cárcel de los inmigrantes que la construyen”. Tampoco es nueva la indiferencia con que las super-empresas constructoras, sus países de procedencia y los gobiernos que las apadrinan acogen esas noticias. Es mejor dejarse llevar por el alegre sonido del dinero que reparten los negreros.
Precisamente hace sólo un par de semanas – es decir, una semana antes del artículo de The Guardian-, El País Semanal ofrecía lo que parecía un amplio publi-reportaje aunque no se presentaba como tal (“El desafío de Catar”) sobre ese país que – decía – “aspira a inventar su futuro y a ganar influencia en el contexto global”. Cursilería global aparte, era todo un despliegue de elogios sobre Catar, que “se ha convertido en el centro neurálgico del futuro”, que “posee ambición y riqueza”, mientras “consolida una identidad propia” pues en todo lo que allí se hace “se busca impregnar el relato de raíces autóctonas”, donde todo está “inmaculado” y todo lo domina la “excelencia”, donde “el pragmatismo ha barrido al integrismo”. La autora del publireportaje desvelaba las claves del milagro catarí: “El liberalismo musulmán. La occidentalización, sin rendirse al cartón piedra de Las Vegas, sino hermoseando la esencia islámica. Dinero, respeto, excelencia”.
El sentido del reportaje no se parecía mucho al del aparecido, días más tarde, en la prensa británica. La periodista de EPS se preguntaba “¿Qué es Catar?” y se respondía con entusiasmo: “El país de los prodigios. El lugar del mundo que consigue todo lo que sueña. Un nuevo El Dorado donde eminentes profesionales del deporte, las ciencias, la arquitectura, la medicina y los negocios integran las colonias de extranjeros con sueldos de 20.000 dólares al mes”. Y se explayaba con sus “programas de cooperación en África” y con sus “prestigiosos think tanks” y con su dinamismo diplomático y su preocupación por el cambio climático y, en fin, con todo lo que convierte a Catar en un “zoco de la élite mundial” y en un “referente de modernidad en el mundo árabe”. El largo artículo de EPS incluía una minúscula referencia a esos extranjeros (¡su inmensa mayoría!) que no trabajan de ejecutivos sino en la construcción, describiendo breve y asépticamente algunos de los rasgos de su esclavitud, pero sólo para destacar que en dos años las cosas han mejorado mucho. En fin, no sigo, que igual vomito recordándolo.
http://elpais.com/elpais/2013/09/18/eps/1379518710_036748.html
Me cabe una duda: ¿la publicación por El País de la reseña sobre la investigación aparecida en The Guardian fue acaso una forma de expiación por ese bochornoso publirreprotaje perpetrado por ellos (EPS) una semana antes?
Muy interesante por 2 motivos:
1.- Por como hacemos negocio por ahí afuera y a costa de quien. Con práticas que revierten luego contra las clases populares de aquí, porque estas son las formas de producir más barato.
2.- Por ir contra ese mito que fomenta EPS sobre Qatar de trabajos que no ensucian, del teletrabajo… pero a fin de cuentas alguien tiene que contruir los ordenadores, las redes electricas, los edificios… como si eso no fuera trabajo.
Y podríamos seguir estudiando las condiciones en que las pelotas de fútbol se hacen, las camisetas de la Roja, las banderitas y las bufandas que llevarán los aficionados…
Y tantos otros productos que vemos con normalidad y cuyo origen no cuestionamos. Porque, al fin y al cabo, los mundiales de fútbol son un gran producto de consumo.
Declaración al diario alemásn Bild de la secretaria general de la Confederación Sindical Internacional (CSI) Sharan Burrow: “Qatar es un país traficante de esclavos. Para construir todas las infraestructuras morirán posiblemente más trabajadores que los 736 futbolistas que estarán sobre el césped en el Mundial”.
En este caso la cuestión no es -me parece-, como la de “tantos otros productos que vemos con normalidad y cuyo origen no cuestionamos, porque, al fin y al cabo, los mundiales de fútbol son un gran producto de consumo”. Efectivamente hay muchos productos en los que sospechamos o sabemos de las condiciones en las que se han producido, pero en esos casos no alardearíamos a la vez de que sean fruto de la “excelencia” con que se trabaja en el país de origen. No aceptaríamos que nos quisieran vender la burra de que son “el país de los prodigios”. Y los jugadores de nuestros equipos favoritos no llevarían en sus camisetas, con alegre indiferencia, el nombre del país negrero.
Me ha conmocionado lo que cuenta The Guardian sobre la esclavitud en Catar. Normalmente consideramos a Catar como uno de los pàises mas modernos del mundo musulmán. Su aljasira es una TV que no tiene igual en ese mundo. Siempre he pensado en los miles de esclavos que murieron haciendo las pirámides de Egipto. Pues veo que esto sigue mas o menos igual. Las condiciones de vida de los inmigrantes que trabajan en los cultivos bajo bovedas de plástico en Almería son tambien infames, Tambien en nuestro país de vez en cuando la policia aborda puticlubs con muchas esclavas.