Carlos Hidalgo
El domingo pasado se celebró la primera vuelta de las elecciones presidenciales colombianas. Y estuve comentando en twitter su desarrollo con unos amigos y con la corresponsal en Londres de Blu Radio y el redactor jefe de la Revista SoHo. Todos coincidíamos en las enormes diferencias que hay entre nuestros países y, a la vez, lo fácil que es sentirte reconocido en otros países de habla hispana.
Una de las cosas en las que nos sentimos reconocidos, o que podíamos relacionar con la historia de otros países, es en la aparente voluntad de cambio que se respira estos días en Colombia. Tras más de 40 años de alternancia en el Gobierno entre candidatos de derecha, por primera vez parece que un candidato de izquierda, el exalcalde de Bogotá, Gustavo Petro, pueda aspirar a la presidencia. Petro, sin embargo, no es precisamente un candidato socialdemócrata, sino que pertenece la conocida como izquierda populista, por lo que se teme que sus cambios se queden más en lo simbólico que en lo real.
A la vez, el otro favorito es el llamado “Trump Criollo”, el ingeniero Rodolfo Hernández. Hernández, como Petro, se basa en el populismo. Habla todo el rato de su inmensa fortuna, de que va a limpiar al sistema político colombiano de la corrupción y es enormemente agresivo; verbal y hasta físicamente. Su programa se basa también en lemas y juega más en lo simbólico que en lo efectivo. Pero mientras que Petro es de izquierdas, Hernández está ligeramente a la derecha de Gengis Kan. De hecho, afirma sin rubor alguno ser admirador de Hitler.
Por el camino se han quedado Fico Gutiérrez, el candidato del todavía gobernante Centro Democrático y Sergio Fajardo, que defendía ser un centro con tintes socialdemócratas y una opción sensata, pero que estaba lastrado por sus sucesivos fracasos electorales y por ser el principal perjudicado de las innovaciones que él mismo introdujo en el sistema político colombiano.
En lo que respecta a Gutiérrez, le ha tocado a él pagar todos los platos rotos de su partido, desde los del muy radical Álvaro Uribe a los del actual presidente, Iván Duque, el delfín político de Uribe y un pésimo presidente a todos los efectos. Un presidente que parece vivir en un país que existe solo sobre el papel y que ha gobernado de espaldas a la Colombia real. Y con ello no me refiero a voluntades populares, sino a las verdaderas necesidades y problemas de la ciudadanía colombiana, que se ha sentido ignorada y despreciada, con razón, por Duque.
El caso es que todo ese desgaste está ahora en una encrucijada a la hora de la celebración de una segunda vuelta entre Petro y Hernández. La derecha teme que Petro agrave la tendencia del país al caos y que Colombia acabe como la vecina Venezuela, a la cual miran desde hace décadas con una mezcla de temor y desprecio, y cuyos inmigrantes más pobres inundan las calles colombianas desde que se han agravado los problemas de la llamada República Bolivariana.
Si esos temores vencen, es posible que Petro resulte derrotado frente al igualmente populista Hernández. Pero es que Hernández no es comparado con Trump sin razón. El ingeniero es tan radical y pagado de sí mismo que en ocasiones roza la sociopatía.
¿Votará Colombia un cambio hacia una izquierda como la de Chile? ¿Resultará Petro ser un buen presidente o un fracaso encantado de sí mismo, como López Obrador? ¿O se impondrá de nuevo la derecha y veremos al país de García Márquez gobernado por alguien del estilo del brasieleño Jair Bolsonaro?
Lo que está claro que es las urnas han señalado claramente que quieren un cambio. Y que este sea un cambio radical.