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El dramático impacto económico-social del confinamiento generalizado provoca que surjan voces denunciando que es peor el remedio que la enfermedad, nunca mejor dicho. La tesis es sencilla: el confinamiento acabará por matarnos a todos de hambre mientras que, teniendo en cuenta la baja letalidad del virus, sería mucho mejor dejar que la mayoría se contagiara y seguir adelante con nuestras vidas. La tesis no es nueva y es probable que gane adeptos en las próximas semanas. Pero es errónea porque parte de varias premisas que no son ciertas. Me explico.Para empezar, es imposible saber a ciencia cierta cuál es la letalidad del COVID-19. Las mediciones de fallecidos, ingresados, infectados y curados no son en absoluto homogéneas. Ni tampoco estables: la mortalidad empieza a subir en Alemania. Ni el virus tiene por qué serlo: puede que esté mutando o lo haga en cualquier momento y su letalidad aumente.
Aún asumiendo una letalidad de entre el 0,5 y el 1,5% para el total de la población, no tenemos datos fiables tampoco sobre su velocidad de contagio. Pero sí sabemos que es mucho mayor de lo estimado en un principio cuando se decía que cada portador contagiaría solo a 2 ó 3 personas de media en condiciones normales. De ahí que la estrategia inicial fuera la de aislar a los enfermos y perseguir los focos. Fracasó. Porque cada enfermo contagia a muchas más personas, por los asintomáticos o por lo que fuera, pero fracasó.
Fernando Simón no es un buen portavoz pero de epidemias sabe todo lo que hay que saber y más. Y sin embargo, tanto él como los demás expertos mundiales, erraron completamente en su diagnóstico inicial. Por lo mismo, lo que hoy creemos saber sobre el virus puede ser desmentido por los hechos mañana mismo. Es sencillo, de momento los científicos opinan, apuntan, creen… pero no saben porque no tienen todavía suficientes datos sobre el virus.
Lo que si parece claro es que el número de infectados que precisan de asistencia médica intensiva por desarrollar neumonía es bastante más alto que los que lo hacen con la gripe común. Y aquí entran en juego los límites del sistema de salud. Al ritmo de contagio anterior al confinamiento nuestro sistema de salud iba a colapsar rápidamente. También otros mejores dotados – más médicos per cápita, más camas UCI. Y si colapsa, la mortalidad aumenta rápidamente, no solo para los infectados de COVID-19.
Dicho de otra forma, aún si la letalidad del virus se confirmara en el entorno del 1%, causaría miles de muertes indirectamente a pacientes de otras enfermedades o por accidentes que no podrían ser tratados o al menos no podrían ser tratados en las condiciones a las que estamos habituados.
Los defensores de la “inmunidad colectiva” arguyen que bastaría con confinar a los mayores y frágiles de salud pero no es cierto. Los demás, incluídos los que ya hayan superado la infección, tampoco encontrarían cama o facultativos que les atendieran de sufrir un infarto o un accidente doméstico o de tráfico graves.
Tampoco es cierto que la alternativa a la “inmunidad colectiva” sea el confinamiento general indefinido. Nadie defiende esto último. El confinamiento general se ha decretado – en prácticamente todo el mundo incluído muchos países que trataron de evitarlo – porque el colapso sanitario se acercaba a pasos agigantados. Su objetivo es bajar radicalmente el ritmo de contagios para que los sistemas de salud puedan lidiar con los ya infectados sin que mueran en cantidades mucho mayores de lo que habrían de hacerlo en condiciones normales.
Lo lógico es que las cifras de nuevos infectados, internados y fallecidos sigan decreciendo mientras aumentan, aunque no sepamos realmente cuánto, las de curados y por tanto, en principio, inmunizados. El verdadero objeto de debate es en qué momento será apropiado empezar a relajar el confinamiento general y casi total. Y a qué ritmo hacerlo. Obviamente sería muy útil contar cuanto antes con tests que puedan determinar tanto si una persona está contagiada como si, no estándolo, ya tiene anticuerpos. Y confirmar cuanto antes que estos últimos, los “inmunizados”, lo están realmente y, igualmente importante, que no tienen capacidad de contagiar a otros porque puede ser que hayan sido capaces de doblegar al virus pero que este siga activo en su interior. Si se confirmaran ambos extremos cabría plantear la exención total del confinamiento para todos los “curados”. Pero de momento no contamos con los tests necesarios para que se pueda tomar esa decisión.
En todo caso, sería bastante útil que los debates sobre la infección y las medidas para contenerla, confinamiento incluido, partieran de la base de que carecemos, todos, de la información necesaria para saber a ciencia cierta qué es procedente y qué no lo es. Y admitir que con la cantidad de incógnitas que todavía manejamos y la magnitud de los riesgos, seguramente iríamos con pies de plomo si tuviéramos la responsabilidad de decidir. Ningún gobernante en su sano juicio se atrevería a decidir hoy el fin del confinamiento para paliar los ingentes daños económicos dada la posibilidad – no meramente teórica – de que tal decisión suponga la muerte de millares de personas que de otra forma no morirían.