Juanjo Cáceres
Cuando Asimov escribió sus novelas de la saga Fundación -convertidas recientemente en una atractiva serie de Apple-, describió un Imperio Galáctico con miles de años de historia, que se adentraba en una decadencia inevitable y que se disponía a avanzar rápidamente hacia un intenso estado de descomposición, tras el cual vendría una larguísima etapa de conflictos. La imagen de un imperio que se desmorona es poderosa y ha inspirado muchas historias. En particular lo ha hecho el análisis del desmoronamiento por excelencia, que no es otro que el vivido por el Imperio Romano en el siglo V.
Pero todo canto al desmoronamiento tiene otra cara. Con la misma devoción que se narra su derrumbe, se ensalza su continuidad. En algunos casos por motivos evidentes, ya que la historia de Roma no acaba con la caída del lado occidental del imperio, puesto que el lado oriental perdura mucho más allá, bajo la forma de un Imperio Bizantino cuyas dinastías sobrevivirán hasta el siglo XV, concretamente hasta la caída de Constantinopla en 1453. Pero no solamente, pues también en la Europa occidental asistimos a su “reconstrucción” bajo dos pilares: el del poder espiritual, encarnado por el papado, y el del poder temporal, que se expresará de forma muy clara con la proclamación de Carlomagno como emperador en el año 800, dando paso así a una línea imperial occidental, que sobrevivirá mejor o peor hasta la caída de los Habsburgo durante la Primera Guerra Mundial (o al menos, hasta la desaparición del Sacro Imperio Romano Germánico en 1806, en plenas guerras napoleónicas).
Qué duda cabe, además, de que el papado sigue vigente y que a la autoridad que rige el destino del Vaticano le precede un listado de papas que se extiende hasta el siglo I. Desde ese punto de vista resulta más sencillo defender la premisa de que tal vez el Imperio Romano no se llegó a extinguir, sino que, en el transcurso de los siglos, ante el choque de civilizaciones y el choque de legitimidades, se vio transformado. Porque no fueron pocos los que reclamaron la autoridad imperial tras el año 476 y los que la reclamarían mucho más tarde: hasta el mismísimo Napoleón se hizo coronar “emperador de los franceses” por el papa Pío VII, en 1804.
De hecho, la pervivencia de la idea imperial a lo largo de los siglos es inseparable del desarrollo de Europa como una comunidad de creencias del cristianismo latino, en el centro de la cual se encontraba la Iglesia Católica. El papado y el Sacro Imperio Germánico dieron forma a una comunidad internacional con una lengua compartida por las élites intelectuales: el latín, la lengua del Imperio Romano. El renacer intelectual de la baja edad media avanzó acompañado por el desarrollo de un sistema de poder y de pensamiento de carácter teocrático y político, alimentado por la filosofía aristotélica y el escolasticismo, pero lo cierto es que no avanzó indefinidamente. Pocos siglos después, esa comunidad cristiana se adentraba en un periodo de crisis derivado de los efectos de la Peste Negra, de el cisma de Occidente y, finalmente, del derrumbe definitive de la autoridad papal en el siglo XVI. A mediados del siglo XVII, tras la explosión del protestantismo, la idea medieval de la Cristiandad, entendida como comunidad unitaria, ya había decaído y buena parte de los cristianos de Europa Occidental renunciarían para siempre a obedecer al papado.
Pero igualmente podemos preguntarnos cuándo el papado fue obedecido por el conjunto de cristianos. La respuesta es que, realmente, nunca. Mientras sobrevivió el imperio bizantino, las disputas entre oriente y occidente fueron permanentes y derivaron en una ruptura definitiva en plena edad media, que en buena medida explica la falta de auxilio a Constantinopla ante el acoso otomano durante el siglo XV. Y no pasó ni siquiera un siglo entre la caída bizantina y la aparición en escena del luteranismo, por no recordar todas las herejías y disputas menos exitosas. Ejercer el papado siempre fue una cuestión que exigió gran esfuerzo intelectual y diplomático frente a unos estados europeos que se componían y recomponían, guerra a guerra, alterando continuamente las fronteras de sus territorios. Y que lo seguirían haciendo de forma casi ininterrumpida hasta la llegada de los dos grandes conflictos mundiales, ya en el siglo XX.
Pero precisamente fue tras la llegada de las grandes guerras, ya sin un imperio ni un papado con capacidad alguna de arbitrar los destinos de Europa, cuando se despertó un interés renovado por plantear ese marco común europeo y darle forma: primero en el terreno económico y más tarde en el terreno político. Sin ignorar el contexto de la Guerra Fría, cabe plantear si ese modelo de integración que surge y madura, y que hoy conocemos como Unión Europea, no es sino una manifestación avanzada y puesta al día de la vieja idea de Imperio Romano: su enésima mutación en un mundo cada vez más laico y cada vez más democrático, en el que ya no tienen cabida posible ni emperadores ni guías espirituales. Y que ello explique que tampoco el territorio papal forme parte de dicha unión y que el Vaticano siga ocupando un lugar diferente y singular en la geografía política y cultural europea.
Se ha criticado, con razón, la obsesión por identificar las bases cristianas de la noción de Europa, ya que en ella subyace a menudo la vocación de darle una guía espiritual cristiana y de dotar de más protagonismo a las jerarquías católicas o protestantes. Pero precisamente el peso, no solo simbólico, que todavía ostentan esas jerarquías tiene algo que ver con las hondas raíces en que arraiga nuestro presente. Si nos damos cuenta de que nunca han renunciado a guiar al poder temporal, es más fácil de entender que sigan intentando ejercer una primacía moral. Y tampoco es desdeñable un hecho poco cuestionable: que Occidente sigue estableciendo sus dinámicas de integración y de cooperación política y militar solo entre territorios de origen cristiano.
Si asumimos que los imperios no se destruyen, sino que se transforman, podemos trazar una línea de continuidad desde esa Europa que se expande más allá del sur (Mediterráneo) y más allá del norte, hacia el resto de continentes. Allí también florecerá el cristianismo y se constituirán nuevos estados con un fuerte acento religioso que, a su vez, acabarán convertidos en imperios modernos: así surgirán los imperios europeos (el denominado Imperio Español, el Imperio Británico…), a los que sucederá más adelante Estados Unidos como la gran potencia “imperialista”. Estados que se reencontrarán en el marco de acuerdos y tratados transnacionales, que llegarán a disfrutar de la paz y libre circulación de personas entre ellos y que acabarán ejerciendo una clara hegemonía militar en el planeta. Exactamente lo mismo que hacían y permitían los emperadores romanos.
Eso ha sido así hasta ahora, pero todo tiene un final. La historia sigue avanzando y al avanzar hacia la integración global, la pureza cristiana y la hipotética herencia imperial sufren mayores discontinuidades. Nuevas potencias con trayectorias históricas muy distintas han surgido ya en nuestro planeta. El movimiento de personas también ha hecho mucho más permeables las civilizaciones antaño cristianas a una gran diversidad de influencias culturales y religiosas. Como colofón, los nuevos protagonismos entre las potencias económicas globales, la deslocalización de las actividades económicas, la desmaterialización de la economía y la crisis planetaria derivada de la sobreexplotación de recursos nos adentra en un nuevo itinerario histórico, cuyas consecuencias están por descubrir.
Puede que haya que esperar 2.000 años más para que alguien nos diga si todo está todavía fuertemente interconectado o hubo un momento, en los albores del tercer milenio del cristianismo, en el que empezó un nuevo itinerario. Que seguir dividiendo el mundo entre lo que es de origen cristiano y lo que no lo es, no podía sostenerse por más tiempo. Que nos digan, en definitiva, si ese imperio que parecía eterno, llegó a dejar totalmente de existir.
Pues dicen que la bandera de la Unión Europea es el manto de la virgen María. Fondo azul y 12 estrellas.
Por otra lado tengo una idea rondándome por la cabeza entre algunas lecturas sobre arqueología bíblica y la ¿conversión al judaísmo? de Milei. ¿Lo de EEUU es realmente cristianismo o una especie de neojudaísmo? Cuando los oye hablar de religión y sus películas, las referencias al nuevo testamento, el perdón, el amor… etc no es de lo que más hablan, siempre se van al viejo testamento y la guerra y dios contra los otros, el castigo…
¿Patillero por mi parte? Bueno… cosas de la calle.
Bueno, el Antiguo Testamento es más , mucho más divertido que el Nuevo, aunque literariamente ambos mantienen una tensión narrativa que conecta con la Grecia arcaica y la Tierra de Faraones .Todos los fluidos humanos se derraman a borbotones por entre sus paginas con pasiones que comparten dioses y animales de variado pelaje.
Las distancias que nos separaban con intensidad ( la tardanza de un correo de París a Cadiz te daba la victoria en Bailén ) se han abolido definitivamente , pero nuestra unidad antropológica es primordial .
Actualmente, la civilización occidental ha tenido una influencia significativa a nivel global y aunque existen diversas culturas y modelos de civilización con el pulso débil en el mundo, la occidental ha tenido un impacto dominante en áreas como la economía, la política y la tecnología.
Como diría la cosmovisión China , nos encontramos en una nueva versión de los reinos combatientes pero la conversación transcurre utilizando los mismos medios.
Lo que de ninguna manera ha disminuido es la capacidad de fabulación que atraviesa desde los textos sagrados hasta las tradiciones del aurresku, la sardana o los himnos nacionales ,desde los Testamentos señalados hasta la Declaración de Independencia de los EE.UU. de América en 1776 .
Diversas culturas han influido en áreas específicas. Por ejemplo, la antigua cultura china contribuyó significativamente a la filosofía, la medicina y la tecnología. La cultura islámica tuvo avances notables en matemáticas, ciencia y arquitectura. Las culturas africanas han aportado a la música, el arte y la diversidad lingüística. Es esencial reconocer y valorar estas contribuciones para tener una comprensión completa de la riqueza cultural y de sus perspectivas en el mundo. Pero la influencia global sigue siendo singularmente occidental .
Desde criterios de igualdad antropológica, del mismo modo que no existen unas matemáticas filipinas o una física de Texas, no podemos hablar de diferentes civilizaciones por su manera de producir, aunque , en el actual estadio , aún existan diferencias en la manera en que que diversas sociedades producen y se relacionan manteniendo características únicas en sus formas de producción .y organización social.
En campos específicos existe un cuerpo común de conocimiento y prácticas compartidas a nivel global.
La democracia liberal debería permitir que la cultura penetre en la narrativa que bloquea hoy en día las distintas expresiones de libertad que conviven secuestradas en dogmas , doctrinas y melancólicas tradiciones.
Pero lo que jamás morirá es el sentido del arte que modela la vida espiritual de los pueblos , como nuestra querida Mezquita de Cordoba y su Catedral del Gótico tardío incrustada en su corazón, parada obligatoria de cualquier viajero responsable y que tanta alegría y fe en el género humano desparrama cuando visita Andalucía .