La pasión turca

Jelloun

En estos días, la diplomacia europea vive momentos de agitación. Cuando parecía que todo estaba ya dicho en lo tocante a las negociaciones con Turquía para su ingreso en la Unión y la firme presión de los gobiernos griego, alemán y francés, en apoyo de las exigencias grecochipriotas, auguraba un parón al proceso negociador, la iniciativa de Erdogán, primer ministro de Turquía con su oferta de última hora –abriendo algunos puertos y aeropuertos a Chipre-, ha reanimado las discusiones ratificando de paso, una vez mas, el decidido empeño del gobierno turco por no perder el tren europeo.

Un empeño que no es de última hora, precisamente. La pasión europeísta de Turquía viene de lejos: el proceso de su negociación con las comunidades europeas se inició en 1959, se confirmó por el acuerdo de asociación de 1963 y se ratificó por los quince estados que entonces componían la unión en 1999. Finalmente, en 2004 se iniciaron las negociaciones de adhesión propiamente dicha. Es decir, hablamos de una relación que, desde Turquía, se viene demandando desde muchos años antes de que se la plantearan otros países que luego, sin embargo, han tenido una rápida acogida.

Este proceso no tiene nada de artificial, responde a una aspiración europea de los turcos que en parte define su propia identidad. Desde los años veinte, con la instauración del régimen republicano y el laicismo hasta su incorporación a la OTAN, Turquía ha mostrado su voluntad europeísta. El deseo de Europa que manifiesta es un deseo antiguo que ha transformado profundamente la sociedad turca. Han sido evidentes su modernización, así como los avances en su democratización y en la protección de los derechos humanos, en un contexto cultural y religioso islámico y pese a la casi omnipotente presencia del ejército, por otro lado férreo garante de las instituciones laicas.

Los procesos de ampliación de la Unión Europea vividos en los últimos años han puesto de manifiesto la existencia de distintas visiones sobre la naturaleza del proyecto europeo y sobre sus límites. Abocada Europa a una expansión que acogiera a los países salidos del antiguo bloque soviético, la discusión sobre este proceso parecía ceñirse únicamente a los factores económicos: cual sería el coste de la ampliación, en qué medida repercutiría sobre los países mas pobres, hasta entonces receptores de los fondos europeos, qué movimientos migratorios se generarían, etc… No se planteaban grandes dudas sobre el “almaâ€? de la nueva unión. Los países aspirantes compartían un perfil similar en cuanto a herencia cultural, costumbres y credo religioso. Con Turquía era distinto. Paradójicamente, el peso demográfico y económico de Turquía debería ser lo que suscitara inquietud (con una perspectiva cierta de desbancar pronto a Alemania de su puesto de país mas poblado de la Unión) pero no era así. O no se aparentaba así. En su lugar, en el vecino turco se veía sobre todo al “otroâ€?. El islam llamando a las puertas de Europa.

Cerrar las puertas a una nación que ha hecho esfuerzos de aproximación al modelo europeo tan notables no es razonable. No me lo parece a mí al menos que un gobierno como el francés cuyo primer ministro Villepin ha dejado escrito que “acoger en Europa a un pueblo mayoritariamente musulmán, abrir nuestra aventura común a un país que hace frontera con Iraq, Siria e Irán,…sería afirmar nuestro convencimiento de que la inmensa voluntad europea y los valores que encarna pueden resistir la inestabilidad regional y aportar paz� encabece, junto con Alemania, la línea que propugna ahora la suspensión de negociaciones, el portazo a las aspiraciones de Turquía, invocando el pretexto del conflicto chipriota.

La relación, difícil, de Turquía con Chipre y entre las dos entidades políticas en que se divide esta isla –cuya capital Nicosia alberga el último muro entre dos comunidades que hay en Europa-, no puede ser un obstáculo insuperable. Salvo que se trate de un pretexto. La pasión turca por Europa merece todos los esfuerzos que se hagan por salvar la situación evitando rupturas de difícil recuperación. Afortunadamente, en esta crisis el Gobierno de España –junto con los de Italia, Reino Unido, Suecia y Estonia- está luchando por suavizar las propuestas de la Comisión Europea de suspender varios capítulos de la negociación con el gobierno turco. “España busca oxígeno para Turquíaâ€?, titulaba una agencia de prensa la noticia sobre la postura del gobierno español, que teme con razón que un cierre de puertas de la Unión Europea pueda favorecer una “involución» en Turquía, un país de mayoría musulmana moderada y cuyo Estado es laico.

Como se decía en una editorial de El País, a propósito de esta crisis, “ no es lo mismo no haber abierto en su día las negociaciones con Ankara a frenarlas, y no digamos ya a pararlas. Pese a que la justificada razón sea Chipre, se lanza un mal mensaje de rechazo al conjunto del mundo musulmán, en un momento especialmente delicado�.
Porque es en Turquía donde se dirime, en primer lugar, la posibilidad de coexistencia del Islam con la democracia. Y en ese pulso nos va mucho a todos. Acoger en Europa a ese país es la mejor aportación que puede hacerse para espantar el fantasma del choque de civilizaciones con el que tan a menudo se nos trata de intimidar.

Europa no es un concepto geográfico. El espacio europeo, a diferencia del americano o del africano carece de fronteras naturales salvo por el oeste. Las fronteras europeas son culturales y políticas. Durante el proceso de elaboración de la Constitución Europea –luego frenada en seco por el rechazo del electorado francés-, se asistió al intento de un sector de los conservadores europeos, con el decidido empuje del Vaticano, de fijar una impronta cristiana en los pilares de la Unión Europea, buscando entre otras cosas marcar una distancia con ese nuevo aspirante a socio europeo. La ofensiva fracasó.

Frente a la tentación de replegarse sobre los viejos límites y demarcaciones, que acecha cíclicamente a Europa, es bueno no olvidar que “la única frontera que nos protege sigue siendo la de nuestros valores�. Puesto que Europa no es precisamente un espacio religioso, sino un conjunto de valores, uno de los cuales afirma la necesidad de separar los asuntos temporales de las cuestiones religiosas. La defensa de las libertades públicas, el firme empeño de preservar la paz, el reconocimiento de la igualdad de los derechos, son los rasgos distintivos que tenemos en común los pueblos europeos. Y cuando un estado desea unirse a este conglomerado –y pone el empeño que está demostrando Turquía-, lo que debemos tomar como patrón de medida son esos valores y no su herencia cultural o su identidad religiosa.

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