Reformas o barbarie

Juanjo Cáceres

Según datos del Ministerio de Trabajo, en los nueve primeros meses del año se han realizado 5.250.437 contratos indefinidos, lo que representa una variación positiva de 3.792.357 respecto a 2021 o, en cifras relativas, un incremento del 260%. Del mismo modo, los 8.921.567 contratos temporales registrados en el mismo periodo, representan una reducción respecto al ejercicio anterior del 27,65% o, lo que es lo mismo, en casi 3,5 millones de contratos temporales nuevos.

El hecho de que en 2021 se dejasen notar con mucha más fuerza los efectos de la pandemia sobre la contratación o el que la reforma laboral haya convertido en una categoría relevante a los fijos discontinuos, no desdibuja el cambio profundo que ha sufrido la estructura del trabajo en España tras esa reforma, cuyas cifras seguirán impactándonos durante lo que resta de año, dados sus potentes efectos sobre el mercado laboral. Tampoco lo hace el freno a la contratación que se ha observado en el históricamente peor trimestre para el empleo, en la medida en que el paro se ha situado en cifras en porcentajes que oscilan entre un 9 y un 12% inferiores respecto al mismo mes del año 2021.

Pero no estamos aquí hoy para constatar méritos y deméritos de la reforma laboral, sino para preguntarnos sobre el concepto “reformar”. España tiene multitud de asignaturas pendientes en forma de reformas en profundidad. Algunas de ellas a veces se abordan parcialmente y una gran mayoría no se afrontan jamás. España tiene pendiente, entre otras, una profunda reforma fiscal que corrija las innumerables ineficiencias del sistema. No hace mucho que se anunciaba la del IRPF, presentada como la gran reforma en beneficio de las clases populares, pero que lo que en realidad hacia era mejorar un poco la presión fiscal para las rentas más bajas, retocar un poco las más altas y dejar como estaba otro de los notables problemas del sistema fiscal español: la importante diferencia entre tipos nominales y tipos efectivos, que mediante deducciones, exenciones y beneficios fiscales, todavía convierten por ejemplo el impuesto de sociedades en un mecanismo de huida del IRPF.

Es cierto que antes la cosa era aún peor, que por ejemplo el IRPF hace veinte años incentivaba descaradamente la compra de inmuebles. También que hasta hace muy poco permitía evacuar una buena cantidad de miles euros a través de los planes de pensiones, que en la penúltima reforma se redujeron a 1.500 euros, no sin establecerse antes que bien podían ser 8.500 si se trataba de cotizaciones sociales a un sistema de prevención social empresarial, con la mirada puesta en ir aterrizando la mochila austriaca. Pero en cualquier casos, Sociedades sigue siendo la vía más segura de ahorro fiscal para personas con buenos ingresos. No en vano la recaudación societaria se sitúa por debajo de la observable en las principales economías de la UE.

Mismos problemas podemos encontrar en materias de pensiones, donde las grandes reformas de los últimos años fueron claramente regresivas e indiscutiblemente orientadas a empeorar el poder adquisitivo de los pensionistas. En contraste se anuncian ahora grandes compromisos de subida, en un contexto de fuerte inflación y clima preelectoral, pero pese al desequilibrio demográfico entre cotizantes y jubilados, la puerta a que los presupuestos del Estado se conviertan en una vía de financiación más de las pensiones sigue sin abrirse. Los retoques se imponen, como se han impuesto en la reforma de las cotizaciones de los autónomos, que pese a reducir marginalmente las cotizaciones de los que menos ingresan, implanta un sistema que carece de progresividad real en los autónomos que más ingresos declaran. Supongo que para no asustarlos, ya que la evasión fiscal en el caso de los trabajadores por cuenta propia es un gran problema en todos los niveles de ingresos y por la Moncloa deben pensar: “las cotizaciones mejor bajas, pero seguras, que altas e inciertas”.

Qué decir de la vivienda, donde se une una doble incapacidad: la de garantizar una vivienda asequible en consonancia con los derechos que nuestra Constitución reconoce y la de establecer una regulación que no genere problemas mayores ni a arrendadores, ni a arrendatarios. Porque el que tratamiento meramente mercantil que ha recibido la vivienda durante décadas es escandaloso. Pero tampoco el derecho a la vivienda debe ser independiente del esfuerzo económico que cada familia puede hacer en función de sus ingresos. Y tampoco es posible implementar soluciones con un parque de vivienda pública y de inmuebles sujetos a alquileres protegidos tan pequeño, ni con una Sareb que básicamente hace lo que le da la gana y que nadie pone bajo gestión estrictamente pública, para que todos sus activos inmobiliarios tangibles puedan utilizarse para afrontar estratégicamente el problema de la vivienda.

Se habla mucho y de manera frívola de insolidaridad intergeneracional. Que si los pensionistas tienen ingresos demasiado altos a costa del trabajo de las generaciones más jóvenes. Que si los tenedores de viviendas extraen cantidades insoportables de ingresos de los más jóvenes para que estos lleguen a tener un techo. Pero lo que existe es una gran insolidaridad de rentas, auspiciada por políticas regresivas algunas veces, pero también por la inacción política en otras. Por la ausencia de voluntad decidida, también, de abordar de una vez los problemas y de aplicar soluciones estratégicas a largo plazo, que no dependan solo del gobierno de turno. Esa falta de respuesta nos convierte, además, a todos en personas vulnerables y en carne de cañón de mensajes demagógicos y polarizantes, en lugar de en la sociedad del bienestar que podríamos ser, dado el desarrollo económico y tecnológico que disfrutamos.

El otro día un importante empresario se mostraba contrariado por el concepto de gratis total que el actual gobierno ha aplicado al transporte. Se comprende en parte su enojo, dado que esa generalización temporal aplicada a los trenes -que no universalización- no es proporcional al esfuerzo que cada cual puede hacer, pero la principal falta de esfuerzo no procede de las capas de trabajadores. Precisamente la reforma laboral o las subidas del SMI sirven, no para castigar a los empresarios, sino para que el beneficio empresarial no se construya sobre la explotación laboral más abusiva. Pero son muchos otros los contextos en los que intervenir y hacerlo de forma justa y proporcional: Desde luego, no bajo el lema “que paguen los ricos”.

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