Una vida cualquiera

Juanjo Cáceres

Naces irrumpiendo en los años 80. Tus padres contemplan cómo las llamas encienden un pebetero en Moscú y das tus primeros pasos en un país que se dispone a celebrar un Mundial de Futbol. ¡Qué gran acontecimiento y qué pequeño eres como para recordar después algo de todo aquello!

El atentado de Hipercor y la nominación a los Óscar de Almodóvar te alcanzan en la escuela. A punto de salir de ella disfrutas del mayor espectáculo del mundo en tu ciudad: unos Juegos Olímpicos. Es un año mágico, de orgullo y satisfacción, en el que tus padres no dudan en viajar hasta Sevilla para visitar la Exposición Universal, donde descubres una forma de imaginar el mundo que pone un broche de oro a esa infancia que ya termina.

Poco tiempo después llega el instituto y todo se empieza a volver algo más gris. Te adentras en los años 90 rodeado de gente que ya no son tus amigos de clase, sino tan solo compañeros. Al menos durante un tiempo. En los medios se habla de la crisis, la corrupción y la X del GAL.

Desoyes los consejos de tu padre y estudias una carrera de humanidades, lo que te condenará a la precariedad más absoluta. Nada resulta ser como te habías imaginado. Ni siquiera el efecto 2000, que a la hora de la verdad nunca existió. Te titulas entre llamadas matinales de teleoperador, tardes de estudio y noches de ocio regadas de alcohol. Pronto empiezas una nueva vida, de trabajo en trabajo, hasta que un día te despiertes sobrecogido por las explosiones de los trenes de Atocha.

“No ha sido ETA” y avanzada la veintena, te ilusionas con el gobierno de Rodríguez Zapatero. «Alguna cosa tiene que cambiar», piensas, en esos días en los que el Fórum de las Culturas te llena de indiferencia. Así te lo parece durante algún tiempo: tu vida laboral se estabiliza y te sientes capaz de comprar tu propio techo con esa persona con la que no paras de diseñar un futuro en común, hasta que los negros nubarrones que advertían de la llegada de una crisis descargan su tormenta. Las voces de la pantalla te hablan del Plan E, mientras discrepan sobre si lo que empieza a parecer que es el fin de ETA es real o tan solo una ilusión.

Pasan los meses y tu hipoteca se vuelve aplastante. Creías haber dado el paso definitivo para formar una familia, pero tres años después, con tu pareja en paro y un embarazo avanzado, es una verdadera pesadilla. Llegan los endeudamientos y no te queda más remedio que recibir la ayuda de tus padres, sin que ello evite poco después el desenlace final: renunciar al piso y mudarte de alquiler a 25 km de la ciudad que te vio nacer. Nada es seguro, excepto que estás indignado.

Las plazas se hacen eco de tu indignación y de la de otros. Ni la victoria de tu Selección en Suráfrica te consuela. No podrías, aunque quisieras, sentirte más decepcionado. No te representan ni los que están, ni los que estaban antes, ni los que siempre aguardan para alcanzar el poder y nunca lo consiguen. Primero gritas en las calles, pero de repente enmudecen, hasta que, cerca del Mundial de Brasil, te llega la voz de Pablo por el televisor: «Indígnate, porque es indignante».

Te reconoces entre los de abajo y te ofreces a luchar contra los de arriba vistiéndote de morado. Estás a mitad de la treintena y te ronda una separación que no tardará en producirse. A pesar de todo crees que es tu momento y el de todos los que habéis vivido toda una década de fatigas y casi una vida entera de fragilidad.

Los 35 te parecen mágicos ante el gran resultado de las elecciones generales, pero sigues indignado porque Rajoy aún está en la Moncloa. Pablo cada vez habla menos de indignación y más de gobierno. La niña, Marina, crece. Tu padre, enfermo, muere: es ley de vida.

Lopetegui toma una decisión antes del Mundial de Rusia y en otro lugar, la moción de censura tiene éxito. Se acercan los 40 y con ellos el primer gobierno de coalición de la democracia. En noviembre de 2019 Pablo asegura que gobernará y que lo hará con Yolanda como ministra de Trabajo. Es una mujer mayor que vosotros dos y formó parte del antiguo bloque donde estaban los del «no nos representan», pero el tiempo y los acontecimientos han hecho que ahora esté cerca de Pablo, como tantos otros de aquel entonces.

Celebras los 40 años con melancolía, en compañía de amigos y de esa segunda pareja, Marga, que ha llegado a tu vida y te hace convivir con un hijo adolescente mucho antes de lo que esperabas. Es 5 de marzo de 2020 y brindas por una vida mejor, pero algunas semanas después estás encerrado en casa. Con Marga, con tu hija de casi 10 años y con Enric, de 16, el hijo de tu pareja. No podéis salir. Los adultos estáis en el ERTE de Yolanda y Pablo, los menores en una habitación. Solo están ellos, tú, los móviles, las tablets, los ordenadores y Netflix. «Gracias Pablo, gracias Yolanda, por el escudo social», piensas entre esas cuatro paredes.

Transcurren las semanas. El Estado de Alarma no es un estado jurídico, es un estado real. El que mejor te describe y el que mejor os describe. Marina lo acepta disciplinada, pero echa de menos a su madre; Marga, con resignación. Enric envía señales preocupantes. Los 80 metros cuadrados parecen a veces una cárcel, y otras, un ataúd. Tu madre, a quien hace semanas que no puedes ir a ver, te explica por teléfono que se encuentra bien y te ruega que no te preocupes porque esté sola.

Llega la desescalada y la nueva normalidad. Los reencuentros y las vacaciones que ya no harás. El fin del ERTE. Una normalidad en la que nada es normal: ni el miedo al contagio ni la inevitabilidad de las mascarillas. Enric sale de nuevo con sus amigos, sin respetar el toque de queda ni el distanciamento social, pero a ti te parece bien, antes de que las paredes y la oscuridad lo acaben engullendo del todo. Todo lo que fuiste incapaz de imaginar que vivirías, lo has vivido estos últimos meses.

Llegan las vacunas y la COVID pasa de largo. Te sientes aliviado pero tu mirada es distinta. Las voces que antes oías, ahora se diluyen. Ni Pablo ni Yolanda guardan silencio, pero tú ya no los escuchas. No te importan sus razones, ni si tienen razón o no. Cuando la vida se ha convertido en una pesadilla, te importan menos los personajes y los papeles que interpretan. Solo quieres vivir, sentirte vivo y que no te vuelvan a encerrar.

Tienes 42 años y una vida por delante. Mucha o poca, pero vida. La vives con una determinación que habías echado en falta durante mucho tiempo, siendo consciente de que nuevas dificultades como el encarecimiento de la vida son ya parte del paisaje. Lo aceptas sin indignarte pero tampoco resignándote. Exiges y esperas que quién tiene ahora poder decisión, arregle los problemas, pero sin convencimiento alguno de que eso vaya a producirse.

La guerra de Ucrania cierra un ciclo en Europa y la retirada de Piqué un ciclo en el fútbol. Mientras lo ves salir de escena, te reafirmas en la idea de que existes en una nueva era y de que no todo el mundo parece haberse dado cuenta. Alzas la mirada hacia el cielo con la esperanza de ser bañado por un rayo de sol, pero las nubes siguen estando allí, amenazantes.

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