Lope Agirre
Estuvimos el sábado, dÃa 8, en Arrasate/Mondragón. Éramos muchos los concentrados, pero pocos eran de la localidad. Bastaba con darse una vuelta por el pueblo para darse cuenta de la realidad en la que vivimos, los bares estaban llenos de gente ajena a la concentración silenciosa, que bebÃa y charlaba como si fuese una jornada normal, como si no hubiesen asesinado a un vecino; habÃa quienes, desafiantes, enseñaban las insignias a favor de los presos y hacÃan gestos obscenos con los dedos. Y habÃa miradas que helaban la sangre, lo juro. Dudo de que muchos de los chicos y chicas jóvenes que escuchaban música en los bares y coreaban las letras, con gran sentimiento, considerasen a IsaÃas Carrasco como un vecino. Para algunos de ellos supongo que serÃa el “enemigoâ€, asà de claro. Muchas veces me he preguntado qué debe ocurrir para que una persona normal vea como enemigo a un colega, vecino o amigo, alguien que no le haya hecho nada. No tengo respuesta. Pienso que es consecuencia del odio que, como un veneno, se ha ido inculcando, en dosis pequeñas pero letales, y se ha convertido, al final, en costumbre. La costumbre de matar y de justificar la muerte ajena. Las razones del odio no tienen por qué ser lógicas o ciertas; afectan a esa parte oscura de nosotros, primaria e irracional. El resultado es que la persona odiada deja de ser humana y, por tanto, no es necesario tratarla como tal. Asà de sencillo. Se la puede matar y no pasa nada, o pasa poco.