Las cosas suelen ser como parecen

Barañain

Desde el primer momento tras el accidente ferroviario de Santiago se empezó a extender por nuestro país  el temor a que tras la rápida sospecha sobre la actuación del maquinista -precozmente confirmada por el conocimiento de sus conversaciones telefónicas tras el descarrilamiento-, se pretendiera, en realidad,  esconder las “verdaderas” causas de lo ocurrido y salvar a los “auténticos” responsables del desastre. Debe ser  algo consustancial a nuestra forma de ser. Por un lado, nos encanta ese dicho tan popular de que las apariencias engañan, lo que, en realidad, sólo ocurre pocas veces; si no pudiéramos fiarnos de lo aparente, de lo que registran nuestros sentidos, la vida sería imposible.

Somos desconfiados, y tratándose de lo público asumimos con comodidad la premisa de que desde el poder se intenta siempre engañarnos. Por eso nos encanta especular sobre problemas estructurales de fondo o decisiones políticas que, desvirtuando las responsabilidades personales, puedan explicar los accidentes. Aunque tengamos acumulada una enorme experiencia para saber que es el factor humano el que explica los accidentes en la inmensa mayoría de los casos, que en la carretera nos mata el exceso de velocidad y en el trabajo la imprudencia o el abuso de sustancias tóxicas, preferimos suponer que el sujeto particular involucrado en tales sucesos es casi siempre inocente o al menos que su conducta está siempre condicionada por  elementos ajenos a su propia responsabilidad.

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