Notas al margen de una visita a Perú (1)

Fran van den Broek

I

Llegar a Lima durante el invierno es una de aquellas experiencias que uno debiera evitar, como comer demasiado tarde por la noche o leer a Kafka antes de asistir a un matrimonio. La experiencia no es letal –o no siempre, al menos-, pero incitará en el visitante menos sensible renovadas dudas sobre el sentido de la vida. Ya Melville describió estas costas –durante el invierno, huelga decirlo- con adjetivos poco amables, que indicaban desesperanza y enervación. Las razones son varias, pero sobre todo se trata del peculiar clima. Mientras descendía el avión hacia el aeropuerto Jorge Chávez escuché algunos desaprensivos comentarios de unos  turistas holandeses, diciendo que la temperatura de Lima era muy agradable, entre 16 y 19 grados, por lo que sería fantástico estar allí unos días. Lo que olvidaban dichos turistas, y olvidan casi todos los que se informan por los noticieros o el internet, es que la temperatura es sólo una de las variables a tener en cuenta para juzgar el clima de una ciudad. Otra variable, crucial en Lima, es la humedad, que altera la percepción del frío de un modo inapelable: las ropas que nos darían abrigo en cualquier clima más seco, son inútiles en una ciudad donde la humedad oscila en el invierno entre el 90 y el 100%. En Lima nunca llueve, salvo cuando se presenta el fenómeno del Niño, sino que garúa, producto de la condensación del agua que la atmósfera no puede ya retener. Además, las casas no tienen calefacción, por lo que se requiere de bastantes frazadas o mantas para engañar a la penetrante humedad. En otras palabras, para quien no esté acostumbrado a la vida de un pez, Lima es poco agradable en esta época.

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